Como denunciaba el gran sociólogo Zygmunt Bauman, “consumir significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad, lo que en una sociedad de consumidores se traduce como ser vendible”. Compro luego existo. Consumir es lo que nos identifica como miembros de la sociedad, lo que aumenta nuestro valor dentro de la misma y lo que mueve la economía y el sistema. La filosofía de la futilidad de Chomski es tan central en nuestras vidas que es casi imposible sustraerse a ella. Nada ni nadie escapa a esta lógica mercantil. Aunque aparentemente la caricatura de la fashion victim marcada como una res en todo lo que lleva puesto o del yuppie alardeando de símbolos fálicos en forma de coche deportivo o teléfono móvil de última generación parecen estar perdiendo presencia en nuestra sociedad, el mercado está colonizando otros espacios que parecían fuera de su alcance, como por ejemplo la espiritualidad. Cursos, libros y todo tipo de productos que van del quiromasaje a la quiromancia y de la psicología gestalt a la reflexología podal nos hacen la misma promesa que el último perfume de Calvin Klein: soluciónar todos nuestros problemas. Hasta el agua bendita se vende: H2Om es una marca americana que, basándose en las investigaciones de Emoto, vende el líquido elemento cargado de buenas intenciones como salud, gratitud o poder de voluntad. Y todo producto está sujeto a modas: Ayer era el budismo, hoy el sufismo, y mañana el gnosticismo. ¿Aún estás con la meditación Vipasana? Qué pasado estás. Hoy lo que se lleva es la Big Mind. Pero la última vuelta de tuerca fue reconvertir al consumidor en producto.
Una de las características más determinantes de la sociedad contemporánea es la reducción de los sujetos a objetos. Los miembros de la sociedad de consumo son a la vez mercader y mercancía, sujeto y objeto. Sujetobjetos puede ser un buen palabro para definirlos. Todos sabemos que detrás de la gratuidad de internet es tan sólo aparente, pues la moneda de cambio son nuestros datos personales, hábitos de navegación, las fotos que subimos a las redes sociales, la geolocalización dónde vamos, qué consumimos y cuándo, nuestros «me gusta», etc. En definitiva, nuestra vida y privacidad. Como por primera vez dijo Nicholas Negroponte, si algo es gratis, el producto eres tú. Probablemente el primer signo de esta tendencia fue el llamado marketing personal. Se trata de la aplicación de los principios del marketing al ámbito laboral. Quien más, quien menos se ha sentido mercancía cuando ha tenido que buscar trabajo. Pues bien, los teóricos de esta disciplina convierten dicha metonimia en deseable en base al razonamiento de que en un mercado de trabajo hipercompetitivo, es necesario diferenciarse y venderse apropiadamente, es decir, convertirse en un producto atractivo para los empleadores. El imperativo del famoso gurú empresarial Tom Peters, Brand you! es fácilmente extrapolable a todos los ámbitos de nuestra vida. Todos anhelamos ser aceptados y, mejor todavía, deseados. Todos quisiéramos ser tan imprescindibles como Google, tan deseados como Apple o tan atractivos como Nike. Todos ansiamos ser un bien escaso por el que se peleen los demás. El primer paso para triunfar como producto es mejorar nuestro packaging. No basta con llevar una ropa o un perfume determinado. El sujetobjeto debe aspirar a un cuerpo único y perfecto. Hoy un cuerpo sin tunear (mediante estética, tatuajes, piercings, etc.) empieza a ser signo de dejadez e inadecuación social. Y luego despotricamos de las costumbres bárbaras de las mujeres jirafa.
El segundo paso es publicitarnos adecuadamente. No eres nadie si no teestás en Facebook, Linkedin o Instagram, auténticos supermercados de personas en los que cada usuario expone sus mejores atributos.
En realidad, no estamos hablando más que de nuevas formas para las viejas estrategias de reclamo y apareamiento. Lo realmente novedoso de la reducción de la persona a producto es el vuelco que le da a las relaciones humanas asemejándolas cada vez más a relaciones mercantiles. Si utilizamos estrategias de marketing para “vendernos”, es lógico que queramos recurrir a estrategias de consumo en nuestra interacción con los demás. Son mucho más atractivas las transacciones seguras y de responsabilidad reducida que tenemos como consumidores que las complejas y engorrosas relaciones humanas. De nuevo Internet es el ejemplo perfecto de esta nueva forma de socialización: miramos sin ser vistos, revelamos lo que nos interesa, tenemos el control. Sin riesgos ni molestas interacciones interpersonales definimos los criterios de nuestra pareja ideal y ya sólo queda esperar en la comodidad de nuestra habitación si la transacción se consuma. Si algo sale mal, te desconectas y punto. Recuerdo un anuncio televisivo de Meetic, la red de contactos sentimentales, que se basaba en una garantía de servicio muy clara: “Enamórate o te devolvemos el dinero”. Otra de las características de las nuevas relaciones humanas es su precariedad. Si antes eran importantes valores como la durabilidad y nuestra relación con los objetos era a largo plazo, la modernidad líquida definida por Bauman se basa en el cambio incesante. Las citas de Heráclito "Todo cambia, nada es permanente" y "No te bañaras dos veces en el mismo río" vidos nunca fueron más ciertas que en el capitalismo, una máquina entrópica que vive del cambio. Pero todo cambia para que todo siga igual. Siempre acabamos en la casilla de salida, listos para empezar una nueva partida. Al final el consumidor es consumido. El reloj que pasaba de padres a hijos como el bien más preciado, hoy es rápidamente desechado por obsoleto y anticuado y los álbumes de fotos familiares que se guardaban en el desván como preciados tesoros de la inmortalidad de nuestra estirpe hoy son sustituidos por archivos informáticos fácilmente borrables en el caso más que probable de que la familia se deshaga. Y es que con la misma asiduidad y desapego con que cambiamos de teléfono móvil cambiamos de familia o trabajo. Todo lo viejo no sirve, hay que tirarlo: las parejas, los progenitores, los empleados. La sociedad del deseo se está convirtiendo en la sociedad del desecho. Los objetos de deseo devienen objetos de desecho con cada vez mayor rapidez. Nos desprendemos sin el menor miramiento de todo lo que ya no nos satisface. Y el hecho que las personas se hayan convertido en objetos de consumo nos exonera de cualquier responsabilidad hacia ellos. El superior puede despedir a la subordinada y la novia dejar al novio sin remordimiento alguno. En un mundo centrado en la espiral deseo-consumo-desecho no hay lugar para sentimentalismos. Bajo la nueva lógica, deshacerse de algo o alguien no debe lamentarse sino celebrarse como una oportunidad de nuevas experiencias, nuevos placeres y nuevas aventuras. La desvalorización de la durabilidad acarrea el debilitamiento de las relaciones humanas, la fragilidad de los vínculos y la erosión de valores otrora tan importantes como la responsabilidad, la fidelidad y el compromiso. En un mundo tan individualista los lazos entre personas deben apretar lo menos posible (¿se imaginan a sus padres pronunciando la frase comodín “necesito más espacio”). No es rentable invertir en la formación de los trabajadores o en su fidelización, cuando hay una cola de desempleados dispuestos a ocupar ese puesto de trabajo a sueldo inferior. De hecho, lo más fácil es cerrar la empresa directamente e ir a otro país donde los sueldos y los derechos de los trabajadores sean menores. Para qué tratar de arreglar una relación problemática si es más fácil y excitante buscar una nueva. El cambio (de pareja, de empleo, de lugar de residencia) ha pasado de ser considerado un signo de fracaso a algo aplaudido por lo que indica de flexibilidad, dinamismo o asertividad. Hoy nadie en sus cabales pronuncia en serio las palabras “hasta que la muerte nos separe” del mismo modo que nadie espera un empleo de por vida. Y espero que no me toméis por un reaccionario para quien cualquier tiempo pasado fue mejor. Nuevas formas de relación como el poliamor me parecen muy interesantes y, sin duda, Tampoco estoy en contra de la economía de plataformas que está provocando que la gente tenga siete trabajos simultáneos en lugar de un trabajo de por vida.
Y es que ni nuestra identidad es estable. Vivimos bajo la presión de reinventarnos constantemente a nosotros mismos. Hay que cambiar antes de que nos cambien por otro. Enterramos el yo pasado y renacemos bajo una nueva forma, con unos nuevos labios, un nuevo móvil y hasta una nueva familia desestructurada. Somos los hombres de las 1000 caras y las múltiples vidas. De nuevo, algo que no es malo en sí mismo y que probablemente sea una mejor hipótesis de vida que los encorsetados roles sociales del pasado pero que en su expresión más superficial tiene muchos peligros.
Nuestros padres vivían en un eterno futuro. Deseaban posesiones que perduraran al paso del tiempo y pudieran pasar de generación en generación (símbolos de inmortalidad, que diría Wilber): terrenos, casas, joyas, etc. Siempre había que pensar en el mañana, un futuro tan huidizo que nunca llegaba: ahorraban para pagar el piso, luego el coche, luego los estudios de los niños y luego la vejez. El futuro les impedía disfrutar el presente. En nuestro caso, el cambio y la precariedad que nos rodean nos hace vivir en un eterno presente de perpetua insatisfacción y deseo insaciable. Algunos hasta tratan de enmascarar nuestro individualismo y egoísmo con ínfulas de espiritualidad mal entendida. El momento presente es lo único que importa. Carpe diem, caiga quien caiga. Ése es el secreto de la felicidad.
La trampa del sistema es que tras sus promesas de satisfacción y felicidad, su verdadero objetivo es nuestra insatisfacción. Un individuo satisfecho es indeseable por que deja de consumir. Hay que tentarle constantemente con nuevos productos, nuevas experiencias, nuevas sensaciones. Nuestra felicidad es cada vez más elusiva y transitoria. El conformarnos con lo que tenemos (o lo que somos) es sinónimo de indolencia y pereza y, por ende, execrable. Somos como zombies hambrientos e insaciables. El sistema nos educa y entrena durante toda nuestra vida en esa forma de pensar y de actuar. Para ser atractivo y deseable, el sujetobjeto debe siempre aspirar a ser más y tener más. Y ahí también estamos viendo una evolución en las formas (que no en el fondo): si antes la forma de demostrar el status eran las posesiones materiales (el coche, la ropa, el móvil, la casa) ahora le hemos añadido las inmateriales. Los signos de distinción más en boga son las "experiencias"- Por ejemplo, el haber estado en el restaurante del cocinero de moda o el viajar más y más lejos que nadie es lo que acumula más "likes" en nuestro haber.
La ventaja más clara de estos tiempos postmodernos es que tenemos más libertad que nunca. Tantas opciones entre las que escoger, tantas experiencias por tener. Si la felicidad es el equilibrio entre la libertad y el orden, la balanza se ha inclinado a favor de la libertad. Pero esa libertad también puede ser una cárcel. La libertad se ha convertido en la obligación de elegir. La presión de tener que elegir constantemente, la multiplicidad y fugacidad de los objetos de deseo, la incesante repetición de ensayos y errores son agotadores. El orden puede ser rutinario, asfixiante y aburrido. Pero el orden da seguridad y en el mundo actual hay pocas cosas que podamos considerar seguras y fiables. Vivimos con la Espada de Damocles sobre nuestras cabezas, sin saber qué nos depara el mañana. Tanta incertidumbre tiene su coste psicológico en forma de ansiedad, depresión y estrés. Nuestros viejos deseaban (y conquistaron para nosotros) la libertad que gozamos y nosotros envidiamos la seguridad que tenían sus vidas. Si, como afirmaba Aristóteles, la virtud está en el término medio… ¿por qué nos vamos siempre a los extremos?
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